Este año, como también al final de cada año, la Agencia Fides recuerda los nombres y las vidas de los misioneros y de las personas comprometidas en las obras de pastoral de la Iglesia católica (sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos) que han sido asesinados en los doce meses precedentes. En el informe del 2016 figuraba el nombre del padre Jacques Hamel, degollado en su iglesia de Rouen, cerca del altar de la Eucaristía, y para quien ya se ha completado la fase diocesana del proceso de beatificación, destinada a reconocer y atestiguar su martirio. En el del 2020 se relató el final del padre Roberto Malgesini, el sacerdote de Lombardía que murió apuñalado por una de las innumerables personas a las que ayudó con gratuidad y gratitud. Este año, el dossier editado por Stefano Lodigiani habla de la hermana Marie-Sylvie Kavuke Vakatsuraki, la religiosa médico asesinada en la República Democrática del Congo por asaltantes yihadistas que atacaron el centro de salud donde se disponía a operar a una mujer. Ciertamente, se pueden extraer interesantes consideraciones históricas,
sociológicas y estadísticas de los informes anuales sobre los misioneros
asesinados, publicados por Fides desde los años ochenta. Pero cada año,
lo que más llama la atención son los escuetos detalles biográficos de
cada una de las víctimas y el escaso número de los detalles y
circunstancias de sus muertes violentas.
La mayoría de ellos fueron asesinados no durante misiones de alto
riesgo, sino mientras estaban inmersos y sumidos en la ordinariez de sus
vidas y trabajos apostólicos, en la rutina diaria de las ocupaciones y
gestos más habituales, donados en el olvido de sí mismos y por el bien
de todos, incluidos -a veces- sus propios verdugos. La muerte casi
siempre les ha sobrevenido de repente, provocada por una violencia
inmotivada. A veces, los que acabaron con sus vidas, por locura o por
ingratitud feroz, fueron precisamente personas que sólo habían recibido
de ellos cuidados y actos de laboriosa caridad.
«Oderunt me gratis», me odiaban sin motivo. Lo dice el Salmo 69, con una
expresión también recogida por Jesús en el Evangelio de Juan. En todo sufrimiento apostólico existe un misterio de participación y
conformación con la pasión gratuita de Cristo. Incluso en la brutalidad
totalmente inmotivada de tantas muertes de misioneros hay un rastro del
hilo de oro que une sus vidas a la Pasión y Resurrección de Cristo. Estos testigos de la fe asesinados por verdugos incluso casuales aplican
misteriosamente la salvación de Cristo a los hombres y mujeres de su
tiempo. Por eso la Iglesia -conviene repetirlo de vez en cuando- nunca
ha protestado por sus mártires. Siempre los ha celebrado como
vencedores, reconociendo que son consolados por Cristo en sus
tribulaciones.
La vida de los testigos cuya memoria conmemora hoy la Agencia Fides no
hace recriminaciones, no echa en cara su suerte a los demás, como si
fuera una maldición. No buscaban el martirio, no son heraldos de la
obstinación religiosa. La gratuidad de su entrega ha florecido hasta la
ofrenda suprema como milagro, como reverberación del consuelo que Cristo
mismo da a los que sufren llevando Su nombre. Son testigos: dan
testimonio de la obra asombrosa y gratuita que Jesús y su Espíritu han
realizado realmente en sus vidas. No son “testimonial” a los que se
pueda patrocinar como abanderados de una idea, de una filiación
ético-espiritual o de campañas de movilización, incluidas las lanzadas
bajo los eslóganes de “defensa” de los cristianos.
Mirando las cosas desde el umbral de la gratuidad, se percibe con más
emoción y gratitud la consonancia genética. La consoladora afinidad
electiva que une en comunión a los que mueren en misión y a todos los
bautizados que viven su vocación apostólica en el tiempo presente y en
la condición dada, sin llegar al derramamiento de sangre. Unos y otros
ofrecen sus cuerpos, ponen a disposición la concreción y carnalidad de
su condición humana para que en ella actúe y resplandezca la gracia del
Señor, promesa del Paraíso.
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