En este mes de julio hemos venido a Ecuador un grupo de 6
personas, cada una de un ámbito distinto pero unido por el mismo compromiso,
para tener una experiencia misionera. Cada uno de nosotros y nosotras aportaba
algo al grupo que hacía que este fuera mucho más potente y eficaz; y para que
cada uno de nosotros/as estuviera más cómodos allá donde hacía falta que fuera
todo el grupo.
La primera semana la desarrollamos en la cuidad de Puyo con
el “Proyecto Encuentro”, pudimos disfrutar de un gran grupo de chicos y chicas,
el cual está dirigido por las hermanas Dominicas de la Enseñanza. Es un
programa dedicado a niños/as y adolescentes en situaciones de vulnerabilidad a
los cuales se les educa, enseña y desarrolla.
Tuvimos la gran suerte de poder compartir con ellos un
montón de experiencias, y entender y entrar de la mejor forma posible en
nuestra experiencia misionera.
Esto se debe a que gran parte de ella se centraba en
acompañar, conocer y compartir, siempre con una gran sonrisa de gratuidad unida
al profundo cariño que nos cogieron, y que les cogimos nosotros/as a ellos
también.
Las dos siguientes semanas nos adentramos a la selva a
conocer las comunidades de Sarayaku, Pacayaku y Canelos.
Lo vivido allá fue toda una experiencia desde el minuto uno
cuando nos montamos en la barca con Camilo y su ahijado Santiago. En ese viaje
Camilo compartió algo con nosotros/as y era que allá se decía que: “cuando uno
viajaba el Domingo por el río Bobonaza y llovía durante el viaje, eso quería
decir que Dios nos bendecía con su llegada”. Y lo que en un principio no dejaba
de ser una mera opinión, tuvimos la suerte de poder confirmar lo que se nos
decía en nuestras propias carnes, ya que desde el momento en que pisamos la
tierra de Sarayaku pudimos descubrir día tras día que estas palabras se iban
haciendo aún más realidad.
En primer lugar, lo descubrimos con la hermana Rosa, que
estaba allá en la misión. Ella fue la primera que nos acogió y nos dio no solo
todo lo que ella tenía para comer, sino que también nos regaló su tiempo y su
testimonio de vida allá con las comunidades indígenas.
Además, en las comunidades, algo que nos recordaron y nos
enseñaron en todas y cada una de ellas, fue la gran capacidad que tenían de
acogida, entrega y gratitud. Compartieron con nosotros/as en muchas ocasiones
lo poco que tenían para comer o, incluso, iban a cazar el día anterior para
podernos ofrecer algo. Esta entrega y gratitud que mostraban cada uno de los
rostros, quedó marcada como enseñanza y aprendizaje en cada uno de nosotros/as.
En Pacayaku pasamos únicamente de visita, ya que se dieron
diversos factores que hicieron imposible el estar ahí más tiempo. Pero en
Canelos, ya teníamos a las hermanas esperándonos para afrontar otra semana
selvática, donde ni el calor, ni el cansancio acumulados de los días anteriores
nos quitaron las ganas para seguir aprendiendo de cada persona que conocíamos y
aportando nuestros pequeños granos de arena en todo aquello en lo que les
pudiéramos ser útiles.
Todo esto que íbamos viviendo nos ayudó también a que entre
nosotros se fuera dando un clima de fuerte amistad unido a la confianza que
poco a poco íbamos cogiendo los unos para con los otros. Además de descubrir que en un período tan corto de
tiempo pudiéramos sentirnos como decíamos varias veces allá “La Pequeña Familia
de Ecuador”, donde cada uno y cada una era una pieza importante que ayudaba
avanzar al resto.
Tras este pequeño recorrido llegó la vuelta a España, con un
sabor agridulce cuanto menos; las ganas de volver eran fuertes pero las
experiencias, vivencias y personas que nos llevamos de Ecuador son, sin duda,
algo que quedará en el corazón de cada uno de nosotros y nosotras para el resto
de nuestras vidas.
María Paula Labrador