El 9 de octubre de 1996, después de largas horas de viaje, llegaba a El Alto para servir como sacerdote misionero. Todo había empezado con un flechazo que nunca pensé que fuera a darse. Pude conocer este lugar en julio de 1994 cuando, por invitación de unas religiosas, acepté dedicar un mes a colaborar en una campaña misionera entre las gestes de esta ciudad andina. Al año siguiente, repetí la experiencia. Ahí fue cuando se dio en mí una conmoción profunda que desencadenó la decisión de vivir como cura –padrecito- en medio de los alteños.
Desde
entonces han transcurrido 25 años aprendiendo a ser pobre entre los pobres, en
el altiplano boliviano. Antes decía que estaba aprendiendo a amar, pero
descubrí que eso solo era posible desprendiéndome de esquemas y proyectos para
encontrarme sin barreras con las personas concretas y la realidad en que están
inmersas. Ahora, sigo en ello y me siento muy agraciado.
En todos
estos años he tenido aciertos y errores, sueños y fracasos; por supuesto. Lo
más relevante es que he sido arropado por gente buena que deseaban hacer
conmigo el camino de Jesús; y he encontrado hermanos empobrecidos que
estimulaban mi entrega. ¡Les debo demasiado!
También he afianzado
lazos entrañables con mi familia, especialmente con mis padres y mi hermana, y
con muchos amigos con los que he permanecido unido en la distancia. Hemos
compartido gratuitamente lo que somos, lo que tenemos, lo que vivimos en un
intercambio muy enriquecedor.
Todo ello
me ha ayudado a comprender que la promesa del Señor –ciento por uno- se cumple
asombrosamente. Puedo cantar a la vida que me ha dado tanto y, puedo
abandonarme en el Dios de la vida para el que nada hay imposible porque su
misericordia rejuvenece cada mañana.
A todos
vosotros, os invito a cantar conmigo por esta historia y os pido que me sigáis
acompañando en lo que me queda por delante. Gracias.