La cuesta de enero para algunos
es todo el año. Es el caso del Zunda, una mujer que saca adelante a sus tres
hijos ella sola, o de Guguletu, una joven con discapacidad física que quiere
seguir estudiando en la universidad. Nos lo cuenta el misionero burgalés Luis
Carlos Rilova, que lleva 10 años en Zimbabue.
Ya llevamos varios meses de caída
en lo que respecta a la economía del país y la verticalidad de la pendiente es
una auténtica pared para la mayoría de las familias. El dólar desde 2009, está
siendo sustraído en millones fuera del país; y, en menor escala, se esconde
debajo del colchón de casa. Si bien cierto es que, en las zonas rurales, este
fenómeno no sucede; primero, porque no hay trabajo ni salarios; segundo, porque
no hay colchón. La agricultura de subsistencia en este mundo globalizado y
capitalista no da para pipas y no puede, ni por asomo, tapar los agujeros que
van saliendo.
Bina-Zunda, es una mujer de 39
años. Está sacando adelante a sus tres hijos, dos chicos y una chica; el mayor
tiene 18 años. Viven en Compound, pequeño núcleo de población de Lusulu en una
choza prefabricada de metal de 12 metros cuadrados que alguien les ha prestado.
Sus escasas propiedades son algunas ropas personales y los cacharros para
cocinar. Zunda, el hijo mayor, duerme en la misión y me ayuda en muchas
chapucillas; pues, en la metálica caja cerillas no existen compartimentos ni
privacidad alguna. Su padre lleva varios meses sin aparecer y aduce que no
encuentra trabajo. Ni siquiera ha venido a casa por Navidad, como el turrón,
para ver qué es de su esposa e hijos y pone la excusa que no tiene dinero para
el transporte, cosa que no es verdad. Así pues, Bina-Zunda –la madre de Zunda como aquí se la conoce- se
acercó a contarme su problema. No se atrevió a levantar la cabeza y con su bajo
tono de voz manifestaba su decepción. Su deseo es que sus hijos continúen los
estudios en la escuela secundaria, pero no encuentra ni un pequeño trabajillo
para poder pagar la matrícula. Necesita noventa dólares americanos por
trimestre además del material escolar, una mochila, un uniforme y unos zapatos
para cada uno y quince dólares más para el pequeño. “No te preocupes –le dije-.
Como Zunda es un muchacho avispado y siempre dispuesto para echar una mano en
los trabajos de la misión, ayudaré con lo que otros me dan para vosotros”.
También le he comprado en la ciudad unos zapatos nuevos que él usará para ir al
instituto; es que daba vergüenza ajena ver el calzado que llevaba. Estos tres
muchachos y su madre son todo un ejemplo que muestra que ser pobre no significa
ser miserable. Tienen una dignidad y educación admirables y me enseñan que por
muy cuesta arriba que se ponga la vida siempre hay un modo de escalarla.
Gugulethu
La otra historia que os quiero
compartir es la de Gugulethu, una joven de 19 años que vive en la misión donde
trabajé anteriormente. Gugu, fue mi profesora de ndebele y venía a la misión
muchas tardes al salir de la escuela junto con otras niñas, cuando yo aprendía
la lengua local. Ahora quiere seguir estudiando, aunque no ha pasado algunas
asignaturas del examen de secundaria. Me dice que no quiere terminar embarazada
tan joven como la mayoría de las chicas de su edad; quiere estudiar porque,
además, tiene una discapacidad en su mano derecha y sería muy duro trabajar la
tierra. Yo le había prometido ayuda para los estudios, por eso como no tiene
dinero para el autobús, a las cuatro de la mañana se ha puesto en camino con
una amiga hacia la misión donde estoy, y después de 50 kilómetros a pie, cuando
sólo les faltaban 10 para llegar a Lusulu, ya al atardecer, el autobús les
montó en el último tramo. Esas sí que son subidas empinadas, con rectas
interminables y bajadas de una pendiente del 14% de desnivel.
Pero, a pesar de las cuestas
empinadas con que la gente se topa en el camino, nunca pierden la esperanza y
casi siempre encuentran unas manos amigas que hacen que el camino sea cuesta
abajo.
(Publicado en
Aguiluchos 682/Enero 2019)