Queridos hermanos y hermanas:
Mons. Rafael me invitó, ya hace algunos meses, a estar presente entre
ustedes para la celebración de los veinticinco años del nacimiento del Centro
Misionero Nacional en el Ecuador. Él me pidió que compartiera con todos ustedes
el nacimiento de este Centro Misionero deseado y engendrado por fuerzas
eclesiales del Ecuador preocupadas por la dimensión misionera de la Iglesia
universal.
Cuando recibí la invitación, pensé algunas veces si es que mi presencia era
necesaria y si es que yo podía aportar “algo más” de lo que otros pudieran
hacer. Alguien me dijo que era necesario “dejar por unos días mi quietud” de
hermanito en uno de los barrios de Lima y viajar hasta el Ecuador, esa tierra
en la que dejé mi juventud, en la que me supe amado y supe amar de verdad. Pero, en el silencio de mi pequeña
fraternidad y desde el compartir con mis vecinos entendí que no era tan
importante que yo viajara si es que podía enviar esta reflexión que, ahora,
comparto con todos ustedes.
Deseo en estos momentos, compartir el recuerdo de aquellos días en los que
puse todas mis energías para que fuera aprobado
el CEMINA que hoy los reúne y compartir, también, mi pensar sobre lo que
considero esencial en la dimensión misionera de la Iglesia: ¡Que quienes no
creen como nosotros creemos vean cómo nos amamos, que sepamos dar de lo que
contemplamos y que sepamos gritar el
Evangelio desde nuestra propia vida como primera y mejor manera de evangelizar!
El título de este compartir lo he tomado del Hermano Carlos de Foucauld,
ese gran hombre que buscó vivir su fe en radicalidad siguiendo e imitando a
Jesús de Nazaret en medio de los más alejados y olvidados. Cuando un amigo le
preguntó sobre su vocación, él no dudó en responder: “Mi vida es un camino de
monje-misionero, fundado sobre tres pilares: imitación de la vida de Jesús en
Nazaret, adoración del Santísimo Sacramento y vivir entre los más abandonados”.
NACIMIENTO DEL CEMINA (8 de septiembre 1995 ).
El proyecto del Centro Misionero Nacional estaba pensado para la “acción
misionera Ad Gentes”, animado por un Plan Pastoral Misionero Nacional, que se
concretara en planificaciones anuales a nivel nacional y en las Iglesias
Particulares.
Pensábamos (lo digo en plural porque éramos algunos) que el CEMINA debía
ser el resultado de la reflexión de
todas las fuerzas misioneras presentes en la Iglesia que camina en el Ecuador y que desde su
gestación todas las fuerzas misioneras debían aportar desde su experiencia.
Desde la identidad ecuatoriana debíamos ser “misioneros Ad gentes” y responder
valientemente al desafío de “Puebla y Santo Domingo”: “Asumir desde nuestra
pobreza la misión Ad gentes”. Y para lograrlo era necesario organizarse de otra
manera tanto a nivel nacional como de Diócesis y Vicariatos.
La idea de crear el CEMINA se reafirmó en una de las Asambleas Nacionales
de los Directores Diocesanos de las Obras Misionales Pontificias, el 22 de
septiembre de 1993. En esta Asamblea participé como Obispo responsable de la
dimensión misionera de la Conferencia Episcopal. Ya en esta Asamblea se eligió
una “comisión puente” para la elaboración del primer anteproyecto, pidiéndome
que yo la presidiera y con la participación activa del entonces Director de las
Obras Misionales Pontificias en el Ecuador, Padre Patricio, Misionero del Verbo
Divino.
Elaborado el primer anteproyecto, se estudió en una Asamblea en la que
participaron, además del Director Nacional de las Obras Misionales Pontificias
y los Directores Diocesanos, los Obispos misioneros y algunos de los superiores
mayores de las distintas congregaciones religiosas presentes en el Ecuador o
sus delegados. En esta asamblea se concretó y aprobó el objetivo general del
CEMINA: “Promover el espíritu misionero de todo el Pueblo de Dios, tanto hacia
dentro como hacia fuera, y coordinar todos los esfuerzos misioneros en el
Ecuador desde un Centro Misionero Nacional”.
El CEMINA, según lo aprobado por esta Asamblea, se esforzaría por coordinar
y potenciar la reflexión, animación, formación, organización y espiritualidad
misionera en orden a apoyar la dimensión misionera de la pastoral en el
Ecuador, con el fin de que las Iglesias Particulares e Institutos de Vida
Consagrada presentes en el Ecuador asumieran, decididamente, la “Misión Ad Gentes”,
pensando tanto en la realidad misionera presente en el Ecuador como en la
dimensión misionera fuera de nuestras fronteras.
El proyecto CEMINA fue presentado para su aprobación a la Asamblea de la
Conferencia Episcopal Ecuatoriana, siendo su Presidente Mons. José Mario Ruiz
Navas. En un primer momento, “por falta de tiempo y otros compromisos”, no fue
estudiado el proyecto presentado, algo que personalmente me incomodó, pero,
estudiado el proyecto en una segunda Asamblea General, fue aprobado con el voto
favorable de todos los Señores Obispos presentes.
Igualmente, hay que señalar que desde la Nunciatura Apostólica hicieron
llegar algunas observaciones sobre las relaciones entre las Obras Misionales
Pontificias y el CEMINA.
El 8 de septiembre de 1995, Mons. Antonio Arregui Yarza, Secretario General
de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana, me hizo llegar un documento por ser
Presidente del Departamento de Misiones de la Conferencia Episcopal en el que
se daba a conocer, oficialmente, la aprobación del CEMINA y se autorizaba el
inicio de actividades de acuerdo a lo aprobado por la Conferencia Episcopal.
La primera Asamblea General del CEMINA tuvo lugar en la Casa de Retiros
“Getsemaní” (Pichincha) durante los días 19 al 21 del mes de septiembre de 1995.
En esta primera Asamblea se trabajó y aprobó el Plan Misionero Nacional para
todo el Ecuador. El marco doctrinal, el estudio de la realidad y los desafíos
se hubieran quedado en el plano de la reflexión si en esa misma Asamblea no se
hubieran llegado a concretar objetivos y metas en base a unas prioridades.
LA ESENCIA DE LA DIMENSIÓN MISIONERA:
Posiblemente, todos los bautizados tengamos cierta sensibilidad con el
compromiso misionero de la Iglesia e, incluso, hayamos podido ser
solidarios en determinadas
circunstancias. También, sé de muchos que sin creer como nosotros creemos son
muy sensibles y solidarios con los más pobres y alejados. Nosotros, como
misioneros y misioneras, no podemos conformarnos con lo emotivo o quedarnos
satisfechos porque en algún momento de nuestra vida hemos sido generosos:
¡Tenemos que distinguirnos por un compromiso que se manifieste en opciones y
gestos concretos en favor de los más pobres y que comprometa toda nuestra vida!
En mi pensar está siempre muy presente “algo” que aprendí de la experiencia
de vida de un Hermanito de Carlos de Foucauld, el Hno. Carlo Carreto: “Parece
que Dios no desea tanto lo que nosotros podamos hacer sino lo que nosotros
podamos ser”. El Hermano Carlo en uno de sus libros, hablando sobre su conversión,
dice que “un buen día” pudo entender que “Dios no quería tanto lo que él hacía,
sino que era a él a quien quería”.
Este pensamiento puede ayudarnos a entender mejor que la vida misionera y
todo lo que podamos hacer como misioneros y misioneras por importante que pueda
ser no tiene tanta importancia como lo que nosotros podamos ser: ¡Es en lo
profundo de nuestro ser donde tiene su origen la vocación misionera! Es en el
encuentro personal con la persona de Jesús de Nazaret, desde todo lo que Él es
y nosotros somos, donde tiene su origen la vocación y el compromiso misionero.
Por ello me atrevo a subrayar algunos elementos que considero esenciales en
la vida de todo bautizado y particularmente en la vida de quienes somos
misioneros o misioneras por vocación, que nos invitan a volver siempre al
Evangelio y a saber hacernos pobres entre los pobres:
A) SER HERMANO:
Cuando medito sobre el libro de los Hechos de los Apóstoles y pienso en la
vida misionera, me golpean fuertemente algunos textos donde se nos habla del
“ideal” de las primeras comunidades cristianas. Ahora, deseo subrayar el
siguiente: “Se reunían en el templo con entusiasmo, partían el pan en sus casas
y compartían la comida con alegría y con gran sencillez de corazón. Alababan a
Dios y se ganaban la simpatía de todo el pueblo; y el Señor agregaba cada día a
la comunidad a los que se iban salvando” (Hechos 2,46-47).
En este texto se subraya la dimensión eclesial-comunitaria donde se
comparte y reparte en generosidad total, donde nadie pasa necesidad, donde el
Pan de la Eucaristía está acompañado del Pan de la Palabra y del pan material.
Una comunidad que se distingue sensiblemente por la sencillez y la alegría de
quienes la integran y por saber descubrir en la Eucaristía y en la vida de los
más pobres la misma presencia del Resucitado.
Sin duda que es Dios quien agrega a esta comunidad a quienes Él quiere y
que hay que dejarle a Dios ser Dios, pero el testimonio de vida de quienes
hacemos parte de esta comunidad es esencial para que quienes no creen o no
esperan como nosotros puedan creer y esperar: ¡Que vean cómo nos amamos! ¡Que
vean que nos comportamos como hermanos de verdad y que preferimos a los
hermanos más pobres!
El amor es la síntesis del Evangelio y el mandamiento nuevo contiene “toda
la ley y todos los profetas”: ¡Amarás! “Amarás al Señor tu Dios y reconocerás
en el prójimo a tu hermano” (Mt.22,34-40).
Es necesario que nos reconozcan porque hacemos nuestras las palabras de San
Juan: “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es
amor: y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1
Jn.4,16).
Según San Juan para el cristiano el amor debe estar en el centro de su vida
de fe: “Amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios, y todo el que ama ha
nacido de Dios y conoce a Dios, porque Dios es amor” (1 Jn.4,7-8). En San Juan
se subraya la inseparable relación entre amar a Dios y amar al hermano o
hermana.
Ambos están tan estrechamente unidos que la afirmación de amar a Dios no
puede darse sin el amor al hermano: “Si alguno dice: amo a Dios y no ama a su
hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede
amar a Dios a quien no ve” (1 Jn.4,20).
Con palabras de Teresa de Lisieux podemos afirmar que la vocación del ser
humano es el amor: “Comprendí que el amor encerraba en sí todas las vocaciones,
que el amor lo era todo, que el amor abarcaba todos los tiempos y lugares”. Y
algo más: el amor humano supone un interés particular por la felicidad y
crecimiento de la persona amada, un saber renunciar a todo egoísmo personal
para que el otro sea más persona.
Cuando creemos que Dios es amor y hacemos todo lo posible por practicar la
fraternidad en lo concreto de nuestra existencia, particularmente con los más
pobres y olvidados de nuestros hermanos, “nos presentamos disponibles” para ser
enviados como misioneros o misioneras a los más alejados, a esas periferias de
las que habla el Papa Francisco.
Lo cierto es, como dice el Papa Francisco, que “hay necesidad de testigos
de bondad, ternura y amor gratuito”, por lo que nos anima a vivir una cultura
de solidaridad y gratuidad, que contribuya concretamente a crear una sociedad
fraterna en la que en el centro esté la persona humana.
B) SER MONJE:
Cuando se piensa en un monje o en una monja, se suele pensar en esos
hombres y mujeres dedicados a tiempo completo a buscarle a Dios en el silencio
y en la soledad de alguno de los muchos monasterios que hay en la Iglesia o en
la vida eremítica. Incluso, podemos
pensar en aquellos hombres o mujeres que sin ser cristianos buscan el Absoluto
desde lo que ellos creen o esperan. Nosotros deseamos subrayar la dimensión
contemplativa en lo ordinario de la vida: ¡Somos muchos los que pensamos que sí
es posible ser contemplativos o contemplativas en medio de la gente, en medio
del ruido y de las muchas preocupaciones de la vida!
La vida de los más pobres, aquellos y aquellas que no tienen lo suficiente
para vivir con dignidad, que están sometidos, frecuentemente, a un trabajo
agotador y mal remunerado, y que no pueden gozar de la calma y del silencio nos
pueden ayudar a entender que debemos buscarle a Dios desde todo lo que somos,
desde toda situación y circunstancia, y que se puede ser contemplativo como
ellos “son contemplativos”.
La vida de los más pobres nos puede ayudar a entender que la confianza y la
esperanza hay que ponerlas solamente en Dios y que la oración es patrimonio de
todos, que debemos saber rezar en todo momento y lugar, que no podemos acallar
nuestra humanidad y que debemos saber rezar desde todo lo que somos: ¡Buscarle
a Dios desde nuestra debilidad! En nuestra oración tienen que estar presentes
todos nuestros pensamientos y emociones sensibles, y, también, todas las
situaciones y circunstancias en las que nos podamos encontrar.
La oración no es otra cosa que “saber ser y saber estar” en presencia de
Alguien que sabemos que nos ama hasta el extremo. Es desde nuestra condición de
criaturas humanas, desde nuestra fe y propia debilidad, desde donde tenemos que
saber rezar.
Se puede hablar de maestros y de métodos, pero en realidad el único maestro
es Jesús de Nazaret, a Él le tenemos que pedir que nos enseñe a orar como se lo
pidieron sus discípulos y es en el
Evangelio donde podemos encontrar las mejores recomendaciones: “Cuando ores,
entra en tu cuarto y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre que está en
lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt.6,6); “Les
aseguro que si dos de ustedes se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo,
sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. Porque
donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”
(Mt.18, 19-20).
Creo que estos dos textos de San Mateo ilustran bien lo que deseo subrayar:
la necesidad de la oración personal, esa oración “secreta”, y la oración con
dimensión comunitario-eclesial, uniéndonos a toda la Iglesia.
Yo me pregunto: ¿Será posible cumplir con la misión a nosotros confiada si
es que no somos capaces de potenciar en lo concreto de nuestra vida la
fraternidad y si no buscamos alimentarnos con la oración? Como misioneros y
misioneras cristianos nos tenemos que distinguir por la vida fraterna y por ser
constantes y perseverantes en la oración.
Deseo subrayar “algo”, que nos puede ayudar a simplificar nuestra vida de
oración: “Ora con sencillez, no esperes encontrar en tu corazón ningún don de
oración especial. Utiliza la fría y árida frialdad de tu oración como alimento
de tu humildad”, que decía un santo monje oriental, y no nos compliquemos con
métodos o fórmulas muy hechas, pensemos que orar no es otra cosa que “pensar en
Dios amándole”, que decía el Hno. Carlos de Foucauld o “tratar de amistad con
quien sabemos que nos ama”, que decía Teresa de Jesús. Que nos convenzamos de
que Jesús de Nazaret es nuestro único modelo a imitar y nuestro único maestro a
seguir.
Termino dando importancia a dos aspectos fundamentales y complementarios
que pueden ayudarnos a valorar en nuestras vidas la práctica de la oración: la
presencia real de Jesús, nuestro Buen Hermano y Señor, en la Eucaristía y en la
vida de los pobres. Así como no podemos separar el amor a Dios y al hermano o
hermana, siendo un solo y único amor, tampoco podemos separar Eucaristía y pobres.
Es en estas presencias reales donde tenemos que encontrarnos con Él. Ya el
Concilio Vaticano II (Presbyterorum ordinis 6) nos decía que la raíz y quicio
del crecimiento de todo creyente se encuentra en la Eucaristía, que para ser
sincera y plena debe conducir a la caridad, a la mutua ayuda, a la acción
misionera y a las varias formas de testimonio de vida.
Estamos muy acostumbrados a reconocer y valorar positivamente en nuestras
vidas la presencia real de Jesús en la Eucaristía, a alimentarnos con su cuerpo
y con su sangre y a ponernos de rodillas ante el sagrario, y “nos resistimos”
ante la presencia real de éste mismo Jesús en la persona de los más pobres:
“¿Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo, en
la cárcel y fuimos a verte? Cuándo lo hicieron con alguno de los más pequeños,
lo hicieron conmigo (Mt. 25,37-39). Estas son palabras de Jesús, Dios y hombre
verdadero, y para nosotros es Palabra de Dios.
La vida del misionero y de la misionera debe distinguirse porque es
constante y perseverante en la oración: buscar la Eucaristía como “sacramento
del amor, signo de la unidad y lazo de caridad”, la oración de adoración
silenciosa y humilde, la oración de la
Iglesia como oración universal; buscando, también, esos espacios de silencio y
de soledad en los que “el Señor habla a lo más profundo de nuestro corazón”, y
sin olvidar nunca que la relación de amistad con los más pobres y todo lo que
podamos hacer por ellos y con ellos se convierte también en oración.
C) SER MISIONERO:
Comienzo con una afirmación, tratando de resumir un poco lo ya dicho: no
podemos ser misioneros o misioneras si es que no nos reconocemos como hermanos,
hijos de Dios que es Padre de todos, sin permitirnos en modo alguno
discriminar, si es que no hemos hecho en nuestras vidas una opción evangélica
por los más pobres y alejados de nuestros hermanos y hermanas, y si es que la
dimensión contemplativa no ha echado raíces profundas en lo más profundo de
nuestro ser.
Ahora, me toca reafirmar una idea que pienso es también fundamental: “La
primera y mejor manera de evangelizar es desde la propia vida”. Gritar el
Evangelio desde la propia vida, que decía el Hno. Carlos de Foucauld.
Seremos buenos misioneros y misioneras en la medida en que seamos nosotros
los primeros en vivir lo que creemos y anunciamos. ¡El éxito de todos nuestros esfuerzos y
trabajos como misioneros y misioneras depende de lo que Dios es y de lo que
nosotros vivamos! Es Dios, sin duda, como ya he subrayado, quien “añade a la
comunidad de los creyentes a los que se han de salvar”, pero, nuestro
compromiso de vida, la coherencia entre lo que vivimos y predicamos, el saber
darnos en gratuidad y en amistad son los elementos necesarios que hacen fecunda
la vida de todo misionero y misionera.
Hay un principio que nos puede ayudar: “Desde lo humano a lo divino”. Este
pensamiento nos puede ayudar a entender mejor que Dios se hace presente y se
revela en lo ordinario de la vida del ser humano y que es desde lo más humano
desde donde tenemos que buscarle a Dios y ser misioneros y misioneras.
Yo propongo para poder ser buenos misioneros y misioneras que nos tomemos
mucho más en serio dos aspectos que, personalmente, considero fundamentales y
que diariamente me llaman a la conversión: “Hacerme pobre y darme en amistad”.
Todos somos tentados por el poder y por el tener, también los pobres; y
quienes decimos creer somos tentados, también, por ese utilizar o servirnos de
“lo religioso” para nuestros egoísmos personales. La fe y la esperanza
necesitan de sencillez, de humildad, de coherencia de vida y de tener delante
de sí grandes ideales, y uno de los grandes ideales del Evangelio es el de
llegar a ser pobres.
En una sociedad donde el tener y el poder se nos presentan como las grandes
metas a conseguir, el Evangelio de Jesús de Nazaret nos dice que “dichosos son
los pobres, los humildes y sencillos” (Lc. 6,20-26).
Es el Evangelio de las Bienaventuranzas el que los misioneros y misioneras
tenemos que vivir y ofrecer. Parece ser que es necesario no tener pegado el
corazón a las riquezas y al poder para poder estar abiertos y disponibles a las
cosas de Dios y aceptar la abundancia de las Bienaventuranzas.
¡Hacerse pobre! Es una llamada a la conversión personal y comunitaria. No
es suficiente hacer un voto de pobreza, por ejemplo, si es que vivimos
“acomodados” en las seguridades que nos ofrece una comunidad, sino que es
urgente que desde nuestra propia vida “gritemos el Evangelio”: ¡Hacernos pobres
entre los pobres! Ellos son, desde su experiencia, quienes nos pueden enseñar a
“vivir como pobres” y quienes nos “reclaman” matricularnos en su propia
escuela.
El Papa Francisco en la Exhortación Apostólica “Querida Amazonía” expresa
el primero de sus grandes sueños, que debemos hacer nuestro: “Sueño con una Amazonía
que luche por los derechos de los más pobres, de los pueblos originarios, de
los últimos, donde su voz sea escuchada y su dignidad sea promovida”.
Posiblemente, no importe tanto en qué circunstancias nos encontremos, sino que
lo importante es que sepamos luchar desde nuestra pobreza y con los más pobres
y últimos por sus derechos.
El Hno. Carlos de Foucauld nos habla de un camino: “Vaciarse de todo deseo,
de todo apego, no deseando nada que no sea Dios, vacíos de nosotros mismos”. El
mismo Hno. Carlos nos dice: “Tengamos no una pobreza convencional, sino la
pobreza de los pobres. Una pobreza, que, en la vida oculta, vive no de
donativos, ni de limosnas, ni de rentas sino sólo del trabajo, a ejemplo de
Jesús de Nazaret”. Estoy seguro de que estos pensamientos pueden ayudarnos a
revolucionar la vida misionera y cuestionar, seriamente, los medios que
frecuentemente utilizamos para y en la misión.
El otro aspecto que deseo subrayar: el camino de evangelización pasa por ese saber “darse en amistad”, hacer
amigos y amigas entre nuestros vecinos, en el barrio donde vivimos, entre las
personas con las que nos relacionamos cada día. Y pasa, sobre todo, por esas
relaciones de amistad que deben darse entre quienes hemos encontrado en la vida
de Jesús de Nazaret el modelo a imitar como misioneros y misioneras, viviendo
en estrecha comunión, compartiendo alegrías, luchas y esperanzas y dispuestos
siempre a darnos la mano.
Hay un texto del Papa Francisco que, también, me ha llamado la atención en
la Exhortación Apostólica ya señalada, “Querida Amazonía”: “Mientras luchamos
por ellos y con ellos, estamos llamados a ser sus amigos, a escucharlos, a
interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos
a través de ellos”. Una vez más, como si el Papa deseara subrayar que desde lo
más humano los misioneros y misioneras tenemos que buscar lo divino.
Pienso muchas veces en ese texto tan bonito del Evangelio de San Juan, en
esa amistad que surgió entre Jesús de Nazaret y los primeros discípulos (Jn
1,35-43). “¿Qué buscan ?”. “Vengan y
vean”. Parece que debemos tener claro qué es lo que buscamos o mejor: ¡ A quién
buscamos! La invitación de Jesús es personal y espera una respuesta, también
personal: ¡Él ofrece su amistad, abre las puertas de su casa e invita a estar
con Él!
Personalmente, pienso que sin conocerse y sin una relación de amistad con
la persona de Jesús de Nazaret no es posible la invitación que Jesús hace a sus
primeros discípulos y nos hace a nosotros. Igualmente, pienso que nos hace
mucho bien preguntarnos, frecuentemente,
a quiénes ofrecemos nuestra amistad, abrimos nuestra casa y con quienes compartimos nuestra mesa.
Los amigos se eligen o, mejor, nos elegimos. Podemos ofrecer a todos
nuestra amistad en gratuidad, pero no llegaremos nunca a ser amigos de todos. Para ser amigos
entran en juego muchos factores, desde cierta “química” hasta el carácter, los
intereses, las cualidades y las propias opciones y valores. Desde la libertad el
ser humano hace sus propias opciones y toma sus propias decisiones: ¡Nosotros
ofrecemos nuestra amistad! El misionero y la misionera tiene que distinguirse porque “sabe darse en
amistad a todos, sin excluir a nadie”, y porque sabe “respetar y querer” a
quienes no le aceptan como amigo.
Hay una amistad muy humana, que puede darse al margen de la fe, y una
amistad fundada en la fe: ¡No podemos contraponer ambos tipos de amistad!
Cuanto más se encuentran, aunque en diversa manera, “tanto mejor se realiza la
verdadera esencia del amor”, que dice el Papa Benedicto XVI en su Encíclica
“Deus Caritas Est”: “El amor es una única realidad, si bien con diversas
dimensiones; según los casos, una y otra puede destacar más. Pero cuando las
dos dimensiones se separan completamente una de otra, se produce una caricatura
o, en todo caso,una forma mermada del amor” (7).
Termino uniéndome al Papa y a los Obispos en la V Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe, invitando a renovar nuestra fe en el
Dios de los pobres, a poner nuestros ojos en Jesús de Nazaret y su Evangelio, a
dejarnos guiar por María, discípula y misionera, y a “sentir con la Iglesia”: “Quédate, Señor, con aquéllos que en nuestras
sociedades son más vulnerables; quédate con los pobres y humildes, con los
indígenas y afroamericanos, que no siempre han encontrado espacios y apoyo para
expresar la riqueza de la cultura y la sabiduría de su identidad. Quédate,
Señor, con nuestros niños y jóvenes, con nuestros ancianos y enfermos”
(Aparecida 554).
Muchas gracias a todas y a todos.
Hno. Frumen Escudero Arenas.